El crítico de arte Carlos Lanza ha escrito una magnifica
apreciación sobre el trabajo de Dilcia Cortés y su muestra “El vidrio de
Pandora” que se exhibe al público en el Centro Cultural de España en
Tegucigalpa los meses de enero, febrero y marzo de 2018.
Dilcia Cortés o la
metáfora del “Vidrio de Pandora”
Por Carlos Lanza
El “Vidrio de Pandora”, proyecto fotográfico de Dilcia
Cortés, construye una extraña pero certera metáfora: oculta y revela a la vez. El
vidrio, material asociado con lo frágil y transparente, puede adquirir en las
asociaciones conceptuales de Cortés, la visión de una dura y opaca coraza. Es
precisamente desde ese velo, que deseo instalar el diálogo con su fotografía,
que tiene como sujetos (no objetos) de su lente, a niños y niñas violentados.
Estoy tentado a sumarme a los discursos de la violencia y a ejercer
una especie de solidaridad con la artista, pero su fotografía me llama a discurrir
desde su comportamiento fotográfico. No deseo que el tema de la violencia le
ponga límite a la representación, al final de cuentas, la fotografía puede
captar los mecanismos de la violencia pero no la violencia, puede exponer
formas de sufrimiento y dolor pero no el dolor o el sufrimiento; esto es así
porque la fotografía, aun gozando como ninguna de las artes de ser el filtro
prestigioso “de la veracidad absoluta”, no es ni debe ser imitación burda de la
realidad; debe existir, por tanto, ese “más allá” de la representación. Sin
lugar a dudas, estas imágenes de Dilcia Cortés, a pesar de ser edificadas sobre
la base de un recorte que deja por fuera del encuadre toda referencia exterior
(los sujetos están allí ocupando la totalidad del lente), nos conecta
socialmente con los discursos de la violencia.
No descarto el valor documental de esta fotografía, el tema
lo exige pero me quedo con esas “imágenes ventanas” que no buscan construir
verdades sino múltiples relaciones que problematizan el “criterio de verdad”. Para
llegar a la “esencia” de esos niños y niñas, es necesario hacer un viaje
perceptivo que sugiere ir de la realidad a la construcción de la imagen (luego
veremos cómo la imagen nos devuelve a la realidad). Antes de que la realidad
sea captada por la cámara, la artista ha superado esto que denomino “encuadre ideológico”,
desde el cual los circuitos de poder han escondido la violencia infantil
haciéndola pasar como empaque cultural del mundo contemporáneo, de esta manera,
los menores son exhibidos de forma
grotesca, pero con una permisividad socialmente aceptada.
A manera de deconstrucción, Dilcia Cortés opera desde el
lente y deja que la luz revele la realidad de esos niños y niñas, esa
captación, en el mejor sentido técnico, debe pasar por su “vidrio de pandora”,
solo así el hecho de “captar” se aleja de la inmediatez técnica del llamado
“instante” a la que nos tiene acostumbrados la “certeza fotográfica”,
aproximándonos así a la esencia de estos infantes. Bajo las condiciones
anteriores, que a su vez se convierten en el fundamento de su estética, Dilcia
Cortés instala su discurso fotográfico en la complejidad cultural y social que
sugieren sus imágenes y no en el pragmático momento de la captura “instantánea”.
Finalizada esta operación, el velo ideológico (El engaño de Zeus contra Prometeo)
cae; de esta manera, la cámara-caja-vidrio de Pandora que utiliza la artista,
libera (expone, registra, documenta) todos los males del sistema de violencia
infantil.
No hay duda de que en la propuesta de Cortés, la violencia se
mueve en el orden de lo simbólico, esos niños son metáforas de un mundo atroz.
No estamos frente a una realidad reveladora de imágenes sino frente a una
imagen reveladora de realidades, quizá este sea el logro más importante de esta
muestra. El poder de una imagen no está en lo que representa sino en lo que
evoca. Una fotografía no es una entidad única y estable, así se consideró al
principio, el buen fotógrafo sabe que una imagen se redefine en cada momento,
en cada circunstancia y contexto pero sobre todo, en cada observador. Si la
fotografía no sugiere encuentro de imágenes no es fotografía, es pastiche.
La imagen de esa niña cubriéndose el rostro desesperadamente,
es como una imagen en reversa, en ella la niña busca huir del zarpazo, del
acicate que la luz le lanza como si el “ojo absoluto” de la artista, cargado de
la tortuosa realidad del mundo, la hiriese con su mirada, pero al repeler la
luz, el enfoque y por supuesto, el acto de fotografiar, regresa esa imagen a la
realidad que la produjo; en otras palabras, Cortés instala el instante en la
historia, disuelve el fragmento en acontecimiento, el vago momento en el
fenómeno general: la imagen en construcción social. Esa fotografía, a mi juicio,
concentra la metáfora de toda la muestra: fotografía que se niega a ser objeto,
que se revela contra su propio acto, contra su propio cuerpo-imagen, es una
fotografía que se resiste a los mecanismos seductores de la imagen; por esa
vía, la artista rompe los límites de la representación de la que hablé al
principio. La violencia no está en las fotos, sino en la cultura de violencia
que sugieren las imágenes de la muestra, más que registrar, Cortés anticipa, su
estética es prevención, una alerta a la consumación.
Estas fotografías, al eliminar el plano de perspectiva,
concentrando el lente sobre los sujetos, hacen que las mismas estén cargadas de
un poder hipnótico; seducen porque partiendo de un hecho muy singular, lo que
terminan proponiendo es una puesta en escena donde la imagen revela un universo
de significaciones que intensifican su discurso sobre la violencia.
El otro aspecto que deseo rescatar, además de los mecanismos
de construcción de la imagen que he descrito hasta ahora, es lo que denominaré
“Proximidad afectiva”. Aquí, como ya sugerí anteriormente, el instante
fotográfico es secundario, el primer contacto de la artista con los sujetos de
su trabajo es verbal; existe un protocolo de protección que es consensuado con
los menores y con sus padres, se trata de un pacto que se instala en la ética
de la imagen, sobre todo, por el abuso que muchos artistas han cometido al
trabajar el tema infantil, generando soportes visuales que vulneran los
derechos de los niños y las niñas.
Estas imágenes son el resultado de esa proximidad,
de esa relación de afecto, de respeto que se establece en el proceso de
gestación de las mismas; digamos entonces que la fotografía de Dilcia Cortés
antes de ser acto, es gesto. El acto de fotografiar plantea una relación entre
la necesidad de documentar y la belleza de la imagen: documento y sensibilidad.
Eso está bien, pero si la imagen fotográfica se ve sometida a esta doble
tensión, ¿dónde ubicamos la reflexividad? Cortés la ubica en el diálogo, que en
su estrategia adquiere peso objetivo porque sin él no hay resultado. Únicamente
el diálogo (protocolo de protección) hizo posible que la imagen se convirtiera
en enunciado, en una esencia del acontecimiento. Las imágenes inician en el
verbo y solo después son luz, revelación del mundo; entonces la esperanza, aquella
que quedó atrapada en la Caja de Pandora, ahora convertida en vidrio, puede
finalmente liberarse; Dilcia Cortés nos entrega así una fotografía, que sin
negarse a documentar, deja claro sus presupuestos de reflexión y sensibilidad,
fundamentos irrefutables de la imagen contemporánea que no vive del encanto del
simulacro.
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