Mientras escribo desde la lejanía, aún no lo creo. Aunque de algún modo lo sabíamos todos: el país que tanto amó le daba el tiro de gracia a unos de los poetas más extraordinarios de Centroamérica. Mientras escribo el dolor vuelve, la memoria reconforta porque hay instantes memorables de la vida cultural que hemos compartido con el poeta Rigoberto Paredes y me asalta esa rabia que nunca absuelve nuestra tragedia como creadores en este país, donde el Estado mata la sensibilidad y la intelectualidad con el marginamiento y la negación. Y lo digo otra vez: el Estado y sus instituciones son una vergüenza cuando se trata de la cultura hondureña y sus hacedores. Se nos fue el poeta Paredes, maestro de la poesía hondureña, entusiasta de Molina y de Kavafis, de Pound, Eliot, Seferis, Vallejo, Pessoa, Dalton y Cortázar; el que fue negado por las instituciones de mi país hasta dejarlo desempleado al borde de la desesperación, la voz más clara de su generación, el fundador de un estilo único...