Me sucede con Rubén Darío Paz que cuando
pienso en su trabajo, no sé cuál de sus inquietudes o exploraciones admiro más:
si la del historiador académico o la del fotógrafo documentalista, aunque quizá
sean una misma.
Conozco el trabajo fotográfico de
Rubén Darío Paz y debo confesar que durante mucho tiempo ha sido de las mejores
cátedras de historia y antropología que he tenido al alcance; pues este maestro
de historia ha recorrido toda Honduras y ha reivindicado la posibilidad del
reencuentro con una realidad pura y que tan bien lo han hecho pocos hondureños
como Jorge Federico Travieso cuyas exploraciones de nuestra realidad cultural
son verdaderos descubrimientos.
Pocas veces he visto colecciones de
fotografías sobre Honduras que guarden tanta riqueza y por eso respeto ese
trabajo de Paz: rostros, arquitectura, naturaleza, tradiciones, cuevas y sus
petroglifos, fiestas, labores, oficios, arte popular, arte religioso, frutos,
cosechas, inviernos, mares, ríos y sobre todo al hombre y a la mujer en su
necesidad. Miles de fotografías que más allá del retablo, intentan proponer
mapas de interrogantes, geografías imaginarias, instantes hermosos o absurdos;
instantes que más parecen parajes de una novela del realismo mágico y otros
lindantes con la crónica periodística o la documentación.
La fotografía de Paz no se asoma como
un curioso ojo civilizatorio entre el mundo a explorar, no busca el festín del develamiento
para el suvenir, todo lo contrario, desligada de subjetividad no quiere
poetizar el instante, sino indagar de manera auténtica el devenir, porque su
ideal documentalista exige ser referencia temporal; de ese modo la fotografía
de Paz cumple su comedido de ser lectura de un tiempo.
Un dato interesante es la espontaneidad
de este trabajo, digo, debe ser de ese modo, y su tratado posterior como imagen
no pasa por la sola revisión técnica de los elementos de la fotografía o por
una inquietud crítica o curatorial, sino por la dilucidación de la esencia que
lo origina y lo justifica: la documentación de la realidad hondureña; en ese
sentido, si de conceptualización estética se tratara, da prueba de un lenguaje
de calidad.
La fotografía de Rubén Darío Paz ha
sido poco expuesta en Honduras y ha tenido magnifica receptividad en el
extranjero, especialmente en congresos de intelectuales; ha transitado entre
nosotros con bajo perfil y nos ha inundado la memoria y a usanza de reto nos ha
puesto sobre los caminos de nuestra tierra; porque viajar a conocer la patria
es replantearse la vida o nuestras lecturas, y hoy más que nunca hay que andar
Honduras para desenmascarar los relatos de falsa identidad o esos mausoleos
pedagógicos llamados textos educativos donde momifican a nuestras niñas y niños,
o simplemente para ver otro mausoleo mayor: la belleza, y en ella el abandono
de sus habitantes. Eso digo y pienso cuando nuevamente repaso las fotografías
de Rubén Darío Paz y lo hago en un pueblo de Lempira donde he sido testigo de
la explotación infantil en esta temporada de corte de café, del abuso al que
son expuestos, la miseria y las sobras que les dan como futuro; una humillación
que me recuerda las épocas más vergonzosas de la humanidad. Menos mal que ya
salimos de la Lista Negra sobre el abuso de Derechos Humanos. En eso pienso al
repasar las imágenes de esta Honduras “magnifica y terrible” y Rubén Darío Paz
la representa con honestidad y autenticidad.