Más allá de
un testimonio sobre un tiempo, más allá del instante en que el asco arrasa la
fe; más allá de esa alucinación que quiere imponer su simbología o su eslogan
como una receta para curar al mundo del desamparo y lavar con desinfectante el
idioma de la humillación; ahí donde la belleza de la poesía asiste y exige que
demos la cara a pesar que nuestras manos de manera grotesca se alarguen
tratando de ocultar nuestra vergüenza; entre la cal que cubre la pudrición y la
mirada del emisario de la Orden Superior, se destiñe una escritura de un libro:
“Exhumaciones” del poeta Samuel Trigueros.
Esta es una
poesía que merece todos los calificativos de la negación y todos los verbos
cuya acción sea depredar las sombras con la fiereza oculta de la ternura y la
exigencia de abrirse paso hacia la luz. Un libro como este, hondo, visceral,
sórdido, lacerante, sólo puede escribirse desde la necesidad misma que el amor
dispone.
He pasado la
noche leyendo “Exhumaciones” de Samuel Trigueros y me parece tan vano que yo me
detenga a comentar sobre su fascinante estructura formal y osadía que
desencadena un poeta que ya no quiere ser visto como un sacerdote de la
belleza, sino como un vaho de un mundo en ruinas, como la palabra grotesca de
nuestras máscaras y errores y horrores con los que empedramos esa luminosa
avenida que da al altar de la hipocresía histórica.
Exhumar un
país, exhumar la poesía. Exhumar la fe. Exhumar los caminos que nos llevaron
hacia la nada o a la complacencia. Releer nuestra propia vida como el despojo
de los falsos dioses con los que remendamos nuestros pedazos para decir que
fuimos banderas de una causa. Y Helen Umaña es más certera en un comentario
sobre este libro de Trigueros: “hay poesía. Pero no de
la que surge para ser complaciente con las tendencias de moda, sino de aquella
que implica un modo de vida, una actitud que responde a los estratos más
profundos de la conciencia. Samuel Trigueros, en desesperada catarsis, en
descenso de vértigo, ha atravesado las capas más recónditas del yo y ha
extraído cadáveres y fantasmas. Algunos, de antiguas señas. Otros, de recientes
días. Todos, de persistente insidia.”
Cuando se lee un poeta como Trigueros, uno vuelve a
replantearse la manera de hacer poesía de las nuevas generaciones; no duda en
darle ese lugar que le corresponde a un poeta de verdad; pero también uno se ve
en el fondo del descubrimiento que es imposible dejar de leerle sin leerse uno
mismo, pues su indagación es universal y la fiereza de este libro está más allá
de esa rabia hermosa personificada en una causa que insiste en la esperanza; lo
digo porque esa insistencia en la esperanza que da la cara en “Exhumaciones” no
sirve de néctar para las utopías porque no viene de los paraísos perdidos y su
promesa de tiempos mejores, más parece un ácido que anuncia con sus notas
densas que nada debe ser complaciente en nuestro tiempo. La tragedia es de este
modo arma calibrada con la complicidad pública. La autoría de la desgracia
tiene responsables precisos, residencias hermosas, cuentas bancarias y
cementerios clandestinos, muertos ya para siempre muertos sobre el vertedero de
la estrella que un día nos prometió el idilio y la añoranza.
Poesía de las causas que no se perdieron sino que nos momificaron,
expone su magnífica precisión en el poema breve cuando el lenguaje exige una
expresión minimalista y el buen manejo del poema extenso que no se sostiene en
estructuras de facilismo conversacional sino en la fuerza de unas imágenes que
sin ataviar al poema de barroquismo o densidad conceptual organizan un discurso
elaborado bajo una conciencia reflexiva de un yo poético que no se permite otro
destino sino el de la autodestrucción como arma letal para defender la poca luz
que vomita su corazón. Esta vocación de la poesía de Trigueros es luminosa,
humanista y a la vez trágica, pero no es la tragedia en el sentido clásico
donde dioses y hombres están marcados de una vez y para siempre, aquí la
tragedia ya no puede ocultarse como la maldita ermitaña del existencialismo
trasnochado en los umbrales de la postmodernidad y entre los fuegos fatuos de
un arte cada vez más cercano al servilismo de la comunicación pura o de la
publicidad o de la institucionalidad o de la praxis de un poema o de un ideal
de poeta que es referencia de la cultura (¿Cuál cultura?) sino que es una
tragedia acumulada en los intentos de la civilización, y en el caso de nuestro
país, en la suma de las frustraciones, de las utopías; en la descomposición de
lo inacabado, el ruido maloliente que abona las hermosas rosas que decorarán
esa gala a la que nunca fuimos invitados como ciudadanos de un país en
desgracia.
El mérito de “Exhumaciones”, aunque la palabra “mérito” no es
precisa aquí, pues todo desemboca en una lacerante lectura de nuestras
vergüenzas históricas y de la vergüenza propia, el “merito”, digo, y arde mi
conciencia, es la de una poesía y la de un poeta que aterrado por su época, no
dudó en cruzar el infierno de los ideales pudriéndose en su pecho y nos dio de las
sombras más hondas el filo de la luz para cortar, sin venganza, la cabeza de
los ídolos que custodian nuestros sueños, nuestra idea de futuro y de
esperanza.
Yo imagino que escribir este libro para Samuel Trigueros, más
que catarsis y experiencia estética, fue un descenso descarnado hacia las
interrogantes que aplastan la vida y que el poeta de él no tiene esa vanidad de
la satisfacción del deber cumplido, de obra artística de primer orden, ni de la
excentricidad de cierto realismo sucio, sino la inaudita tentación de una forma
de la belleza que nadie desea como invitada.
Portada del libro de poesía Exhumaciones
Poemas de Exhumaciones de Samuel Trigueros
ARS
POÉTICA
Acaso dirán que es locura o
capricho
Escribo sobre
la piel del desencanto
Acaso dirán que es hastío
Escribo en
medio de los huesos
de las horas
devoradas por las hienas
Acaso dirán que es cobardía
Escribo con la
tierna violencia de mi testamento
Acaso dirán que es cansancio
Escribo
mientras se desherrumbran las certezas
Acaso dirán que es soledad
maníaca inconclusa
Escribo con
mano que el temblor
multiplica en
las ojeras
Acaso dirán que es insomnio
Escribo desde
el ojo del huracán
de las
inconformidades
Acaso dirán que es tedio
Escribo desde
la hirviente gusanera
de los días
muertos
en sus vapores
de oro
¿Acaso dirán que son los
estertores?
Escribo para
un tiempo que aún
no han
inventado
Acaso me dirán emo romántico
spleen
Escribo
escribo con cables de titanio
que te
costuran la boca
Acaso dirán ¿acaso dirán algo?
No hay más.
Me voy
y piso los lagares
me embriago de partidas
paso
flotante
sobre el recinto de tus
imprecaciones.
CONFESO
Yo sé que la verdad del corazón
no me la dices.
Yo tampoco te la digo.
Ambos jugamos
este juego de sombra y seducción,
de ocultamientos;
ambos inventamos estrellas
para esconder del otro sus escorias.
Somos felices,
tragando en cada beso
la esencia del pantano,
creyendo que al entrar
uno en el otro
entramos
al reencontrado paraíso.
EL FÉNIX
¿Cuándo iniciamos este fragor?
¿Cuándo
del sueño y de la carne míos
hiciste tu materia
y la incineraste
en fabulosas llamas?:
único esplendor
de una vida precaria.
¿Cuándo es de ti
o de mí,
Poesía,
la constante ceniza
que renace?
OH,
FORTUNA,
EMPERATRIZ
DEL MUNDO
A los mártires
Nosotros todavía usamos gafas en los días soleados
para soportar el resplandor
de la vida.
Nosotros todavía
maldecimos bajito en nuestro pequeño auto
de tercera o cuarta
durante el congestionamiento de las siete
o entre dientes en el micro (por aquello
de no ofender los amanecidos restos rancios
del dios que todavía cargamos en el alma).
Nosotros todavía buscamos un trabajo
entre los escombros del día o de la noche
para llevar la maravilla del pan a nuestros hijos.
Nosotros aún somos
capaces de correr
–sentir la sangre a borbotones
sudar como caballos solares
jadear como una reluciente máquina
sentir el rojo corazón -
cuando nos siguen los soldados
y luego en el refugio reír asegurar que ya
nos hacía falta un poco
de lacrimógena vencida.
Nosotros todavía buscamos los paraguas
cuando la tetona de CNN anuncia la vaguada.
Nosotros todavía soñamos elevar cometas
en el aire de octubre cuando todo haya pasado.
Nosotros todavía
planificamos llevar nuestra bandera
el bote con vinagre pañoleta
gorra con estrella y ardientes consignas en el pecho
el día de la marcha.
Nosotros aún
leemos escribimos conspiramos
queremos ver la era del poder en nuestras manos.
Nosotros –se los digo hermanos
hermanas compañeros-
somos los
afortunados.
Los demás se han ido sin dejarnos
resisten
(desorganizados
desmovilizados
por la muerte y su peso reprimidos)
bajo siete cuartas
en la eternidad del polvo y las estrellas
deseando
silenciosamente deseando
estar a nuestro lado
en la rugiente luz
de la vida y la
batalla.
A FRONTE PRAECIPITIUM
A
TERGO LUPI
Entro a la noche de tu mudez,
de tu desnuda negación, donde la abeja deposita un polen de tinieblas para el
devocionario de la ausencia.
Entro a la noche, a su bajel
calafateado en que las moscas celebran funeral perpetuo para la utopía.
Entro a la noche, a pesar del
delirio de las horas que penetraron en luminosas cuchilladas hasta la médula de
la necesidad y del deseo.
Entro a la noche. Soy el
astronauta desolado, el pastor de las constelaciones, cuya frontera está en las
líneas de tu mano.
Entro a escribir una epístola
imprecante al guardagujas incorruptible de la muerte.
Entro a la noche a bendecir con
mi traje de llamas la indómita floresta del cierzo.
Entro a la noche como
a los intestinos del cadáver sepultado en el corazón secreto de tu patio.
Hago girar tu nombre en sílabas y entro al abismo con mi lámpara de quásar.
Estoy cauterizando el aire que dejó el censor de los abrazos. Te voy a perforar
la piel con luz, como un huésped que transparenta con palabras las paredes del
misterio.
Afuera arde la cisterna de las horas y en nuestro pecho
brilla, incesante, la anunciación de la mañana.
PIGS
“He visto amigos que
Circe volvió cerdos. Su rueda, su diamante.
Los cerdos no saben
mis abrigos, mercenarios de las sombras”
Edilberto Cardona
Bulnes
He degollado
cerdos, pero Circe insiste en multiplicarlos. Ellos eran los mercenarios de la
educación, los mercenarios del arte, los mercenarios de las relaciones
públicas, los mercenarios de la publicidad y del mercado; ellos eran los
mercenarios de la poesía: hacían tornillos, amistades, versos; se ponían trajes
y aretes, asistían al gimnasio de la conveniencia, pesaban clavos y cemento en
la balanza chueca de la voracidad; dejaban tras de sí un perfume exquisito bajo
cuya alfombra yacían los cadáveres. He degollado cerdos que Circe resucita y
los emplea en la administración de los nuevos paraísos artificiales, en la
distribución de miasma. Collares de ajo dio Circe al empleado del mes,
palmaditas en el ego, interminables fricciones en la comisura del glande por
donde un líquido salía y quemaba el orbe. Oigo las gárgaras de mis cerdos
degollados, continuamente suturados, sanados con emplastos de hipocresía, con
bálsamos de lujuria destilados de la bombilla roja. Eran, medianamente,
revolucionarios: tenían todos camisetas rojas, volúmenes incunables de El
Capital; todos se habían tragado las ochenta y siete horas de “The cure
of insomnia” y en sus cabezas brillaba la mitra del mercado. A veces –sobre
todo contra la melancólica luz de los atardeceres- sufrían ataques terribles de
ternura, conceptual y metódica. Entonces era fácil verlos de puntillas evitando
masacrar a las hormigas o extinguir los geranios. Expertos en hacer la ola a
espaldas del corazón de los océanos, ellos, ellos, domesticaron el ardor,
taponaron con eslóganes los cráteres humeantes, pusieron válvulas finísimas a
la protesta, aceleraron el motor de la pubertad; apuñalaron el misterio con
Comisiones de la Verdad, empalaron a los juristas, fundaron la oenegé del asco,
ellos, ellos, los cerdos que degollé entre líneas, los cerdos, los bohemios de
ojos glaucos que derramaron espejismos entre los barrotes de mi celda, los
cerdos que doraron la concupiscencia de los diplomas y la diplomacia, los
cerdos que cantaron engolados con radiofónica voz en mi funeral, los cerdos que
reclamaron derecho de pernada en mis bodas con la eternidad, los cerdos que
patrocinaron mi tristeza para ver el anuncio de mi desesperación, los cerdos,
los cerdos, los cerdos, ciertos amigos, cerdos a los que degollé sin saberlo,
hasta ahora que los he perdido y veo devorar los manzanos maduros que caen como
galaxias rojas del árbol que alimenté con paciencia y con el resplandor de mis
huesos.
EN
EL ANDÉN
Que mis poemas no sepan cuando haya
muerto.
No se lo digáis. Que ellos
sigan viviendo en los bosques
perennes,
lejos de los cazadores furtivos.
No hubo otro camino que pudiese tomar.
Todo me condujo aquí. Con esfuerzo
y, a veces, blandamente
como una brizna sobre la corriente.
Alguna vez fui carpintero, maestro,
constructor de cometas,
pintor ecléctico, predicador de una
capilla
donde una chica hizo arder mi corazón
como en el mismo infierno;
frutas de todas las
temporadas
pregonó
mi voz,
crucé
a nado como un tritón
incontables
ríos y en algunos
vislumbré
la muerte;
peleador
callejero, conferencista de arte,
editor,
lazarillo
de
diversos ciegos,
mas
todo me llevó a este deslumbramiento.
No
hubo elección.
Sólo
un reconocerse
en
el centro del misterio.
Incluso
estas palabras
provienen
de ese hechizado territorio.
De
pronto, un día, los astrolabios
se
quedan sin estrellas
y
los esquiroles declaran su incompetencia
pues
desconocen mi lenguaje.
Como
el sol es ley para los jardineros,
así
para nosotros que aspiramos
la
flor fugaz de la existencia.
Y oscurece.
Cuando
haya muerto que no lo sepan mis poemas.
Susurrantes
como hojas
del
profundo corazón de un bosque impenetrable,
lejos
de los cazadores furtivos,
sigan viviendo.