Era un
hombre de frases breves, hondas y de majestuosos silencios, un conciliador
amoroso, casi toda su generación se enemistó, sin embargo, Castelar, con su
nobleza luminosa, sobrevivió a las diferencias y fue con todos un amigo. Nunca
le conocí más allá de nuestros encuentros y conversaciones, lo nuestro fue una
amistad literaria que me permitió crecer y saber más de la poesía. Él quería a Sosa,
a Galeas, a Merren y a Paredes, amaba a Gladis y a todos sus hijos,
reivindicaba su origen humilde y le gustaba cantar cuando el vino le besaba el
alma.
En 1996 entré a la biblioteca de la Universidad Pedagógica Nacional
Francisco Morazán y sin saber nada de él, di con su libro “Poema estacional”,
desde entonces amé a Castelar, pregunté por sus otros libros, le seguí la pista
y un día la vida me dio el privilegio de encontrarlo y ser su amigo de
conversaciones, cafés y cervezas.
Le guardo ese respeto que uno le guarda a los buenos poetas;
leerlo era reedificar la noción del origen, sin embargo esa poesía de Castelar
evitaba la memoria como una idea apolillada donde el tiempo es nostálgico o
posee una dulzura marchita, todo lo contrario, la poesía de Castelar, insiste
en inundarse de la luz del presente, replantea la memoria como fuerza social que
puede cambiar este mundo por otro donde el ciudadano común no es un héroe
anónimo sino un constructor de su propia vida y la de los otros. Su poesía se
arraiga en recorrer la intimidad del día a día, es tan importante la flor que
nace, el pájaro que canta solitario en la noche, el adobe de una casa, la rabia
o la impotencia del obrero, el viento forjando las miradas de los niños, la
evidencia del mar en el hueco de las manos o la urgencia de protestar y
comprometerse con la necesidad propia y ajena. Una poesía transparente que exige
un oficio también transparente: escribir con nobleza y autenticidad; “espero
que la poesía me edifique” dijo en una entrevista, una expresión que no permite
duda alguna y que admite que la vocación de un poeta no sólo es estética, sino
ética; y yo lo creo, porque se diga lo que se diga, hay una verdad en el oficio
de escribir: hacerlo bien, con alto profesionalismo, pero también el escritor
no debe tenerle miedo a la verdad y al compromiso de asumirse parte de un
tiempo donde no solamente lo golpean las lecturas literarias sino el sol del
mediodía, el sabor lacrimógeno de la esperanza que es más letal que el gas que
lanzan los dictadorzuelos de ocasión porque vivimos en tiempos complicados
donde un escritor debe asumirse como tal, no sólo ante sus libros sino ante la
vida.
Castelar comprendía estas cosas; en muchas ocasiones me
comentó que no se trataba que un poeta se validara con el proselitismo y las
ideologías, se trataba de vivir con sinceridad, trabajando por nuestra creencia
o por nuestras ideas del mundo, no ocultar nunca lo que somos, ni lo que
soñamos. Ante la humillación valía la pena el sacrificio de la poesía; no se
trata de volverla pancarta, consigna o panfleto, se trata de replantearse las
preguntas precisas sobre la realidad; no se trataba de seguir la horma del
realismo social, sino de obedecer a la primavera. El ideal de poeta al que le
apostaba Castelar no era un líder, no estaba para formar parte del poder y su
festín, todo lo contrario, es un ser incomodo, la pieza final del rompecabezas
que jamás encajará, su religión es la rebeldía, su don esencial es amar el
testimonio humano de los días insignificantes o trascendentales; en esta idea
no cabe el poeta lumpón, el que se agota en la breve lámpara de la bohemia o se
presta como portavoz de una causa; es decir, un buen poeta es esa persona que
el poder no quiere mirar a los ojos porque no sólo es capaz de cantar y contar
su tiempo, sino que representa a la resistencia, a la resiliencia, a la
sensibilidad y a la más bella anarquía; a esas cosas se les teme o se les
respeta, es por eso que en los malos tiempos de la historia humana (y en la
actualidad) más personas buscan respuestas a sus preguntas en la poesía, en la
literatura y en el arte, en vez de la estadística, la política o la sociología;
y no se trata de desechar unas cosas y tomar otras, se trata de comprender que cuando
leemos las ciencias sociales leemos o creemos en una fórmula, una teoría sobre
las estructuras, escenarios o procesos del poder, pero es distinto cuando intentamos
leernos a nosotros mismos en un poema, en un cuadro, en una novela, porque
decidimos libremente la forma de comprender la vida, indagamos desde nuestra
noción personalísima de lo que creemos ser y lo más importante, un buen verso
es capaz de salvarnos la vida, de enseñarnos a soñar o de encontrar justicia.
A Castelar no lo arrebató aquel olvido de los campos
bananeros donde nació, no se debilitó en los pasillos de los hospitales donde
trabajó; lo parió a la vida literaria aquel legendario grupo de “La voz
convocada” en los sesentas, en La Ceiba; la Guerra Fría y la persecución
política de los militares en la década de los ochenta no lo hizo retroceder,
entró a los noventa abrazando e impulsando a los nuevos escritores hondureños,
asumió una postura en contra del golpe de Estado de 2009 y en contra del golpe
de Estado electoral de 2017. Toda su trayectoria es digna y ejemplar: un
patriota; su poesía queda en la historia literaria de Honduras, ahí estará a la
mano de los hombres y mujeres honestas y también de los traidores e imbéciles y
a ambos les recordará que “Guardar silencio es compartir el crimen”.
El escritor Armando García me llamó en nochebuena y me dijo
“Ha muerto el poeta Castelar, llama o escribe a los amigos” yo me quedé
pensando en las actuales circunstancias políticas del país; recordé aquel
primer libro suyo que llegó a mis manos cuando yo tenía unos 17 años; lo vi a
él como el personaje bajo la lluvia en su genial micro cuento “Ulises” que yo
considero una magistral pieza de nuestra narrativa; lo recordé, siempre tan
educado y discreto en las lecturas o conversatorios que compartimos; además de
reconocer todo el ánimo y apoyo que me brindó al escuchar mis poemas y
alentarme para que escribiera artículos sobre literatura y artes visuales; en
el fondo si hay algún mérito en mis letras, le deben mucho a Castelar, su
amorosa opinión y motivación, igual que a Rigoberto Paredes y a esos amigos
cercanos que guardo conmigo en este exilio voluntario en las montañas de
Lempira.
He visto estos días las múltiples expresiones de pesar por la
muerte de Castelar, cuánto le han querido y cuánto lo marginó el poder de este
país por el oficio de escribir. Me conmovió salir estos días y que muchas
personas: docentes, empresarios, jóvenes, me hablaran de Castelar y me dieran
referencias precisas de su poesía, me gustó que aún en esta lejanía de Gracias,
Lempira, le hayan leído y lo recuerden. “Me iré así,/como un camino entre piedras,/
como el río/en medio de los árboles,/como la hormiga con su hojita/al hombro,
como el niño/ que muere” escribió Castelar, una suave noción del destino de un
poeta amoroso; “¿De qué estás hecha tú?/
Eres viento cuando te canto,/ carne cuando te poseo,/ olvido cuando callas,/muerte
cuando no vienes”, porque su poesía merece otras lecturas y nuevos
calificativos, no sólo política y popular, sino reflexiva como sus últimos
libros, existencial a veces, pero siempre leal a aquel primer ideal de un país
que aún se puede dibujar con lo mejor de sus hombres y mujeres: sus palabras, su
trabajo, su poesía.
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