Si se habla del arte contemporáneo en Honduras, la obra de Santos
Arzú Quioto, es tema de partida y de regreso.
Y el regreso implica caminar sobre la frontera de dos siglos
cuyas décadas, la del fin del siglo XX y
la del inicio del siglo XXI, están signadas, en nuestro caso, por esa deriva
mental e ideológica de los noventa que hicieron que el arte hondureño, de
aquella aventura estruendosa del realismo social, volviera a cierto estado de
contemplación donde lo político se reinterpretó, pero no como la pieza única de
la partida, sino como una de las piezas y de las jugadas; es así que surgen
proyectos cuya esencia (que también es política) visita el imaginario del
hombre hondureño desde el existencialismo, la antropología y lo etnográfico.
La mirada es diferente: a la representación pura se antepone
lo conceptual, pero con formas de comunicación que rebasan la sola narrativa de
interpretación de elementos de la tradición y que presta de la tecnología, de
la vida industrial, de la transfigurada cotidianeidad invadida de nuevos
objetos, o de otras disciplinas, unos aspectos formales que en definitiva
proponen un arte diferente.
Y cómo no pensar en la obra de Arzú Quioto en ese espacio
temporal… en una pintura que ha dado muestras de diálogos definitivos respecto
a su existencia y a la existencia del
hombre. Desde 1995 cuando el parte de aguas irrumpe y arrasa aquellos trabajos
ligados directamente al arte figurativo en la trayectoria de Arzú Quioto (aunque
después en su “Caronte” este dualismo, ‒figuración, abstracción, rasgos lejanos‒
aún en pugna, redefinen la exploración de la materia y sus formas) para
comenzar un viaje que pasará por obras y exposiciones que son referencias
obligatorias, tal como “Templo en ruinas” en 1995, “Memoria Fragmentada” junto
a Bayardo Blandino, “Puntos cardinales”, su obra “El Almario” en 1998. Y desde luego, en la primera década de este
siglo, uno debe volver la mirada al proceso de la obra de Arzú Quioto, su
continua presencia al margen de los eventos y potenciando ese compromiso
consigo mismo; esta observación sin duda es esencial pues define más que la
acentuación de una disciplina profesional, la continuidad de la edificación del
universo de este artista, sus preocupaciones y aspiraciones que sin duda tensan
la consolidación de una obra siempre en evolución, donde se identifica la
visita a la materialidad pictórica, el uso de los formatos a gran escala, la
indagación de la memoria y los conflictos que supone el olvido o los compromisos
éticos de no olvidar; pues la pintura de Arzú Quioto está envestida de ciertos
rituales creativos que dinamitan la historia para fragmentarla y representarla
como relato efímero de un devenir más complejo que se niega a ser encapsulada
en los legajos de lo que Gasset llamaba “el bárbaro especialista” ese producto
de la modernidad donde la especificidad que exige la ciencia y el conocimiento,
plantea en el devenir, unos relatos trascendentales para unos y periféricos
para otros. Es así que de nuevo uno debe
citar “Los Errantes” 2007, “El espacio irreductible: exvotos” 2008, “El
insectario” 2010 y su nuevo proyecto en desarrollo desde 2011 “Centrifuga: la
gran batalla” o “La alfombra” 2013, proyectos que moldean la historia del arte
hondureño, junto a otros tan escasos ejemplos en nuestro arte.
Su técnica, lejana del primario artificio y adosada a la
destreza del hacedor auténtico que domina un lenguaje cuando lo reinventa y no
cuando lo usa, la tentativa del experimento y la exploración de las
posibilidades de la tradición que es llevada a un horizonte donde los diálogos
son complejos y exigen ideas estéticas y concreciones plásticas reveladoras,
son centros de tensión en la obra de Santos Arzú Quioto. Esta indagación de
soportes, formatos y materiales que acaban en textos pictóricos renovadores y
reveladores que muchas veces son confundidos con meras instalaciones o
intervenciones del espacio, en un sentido formal, sugieren espectros semióticos
totalmente abiertos donde la obra ha dejado de ser “forma” por su sola
verificación de soporte y argumentan un nuevo trato con los materiales y su
hábitat en el espacio expositivo. Yo me arriesgo a hablar de deriva del formato donde prevalece la
naturaleza vital de la pintura y un diálogo con los elementos no convencionales.
Carlos Lanza refiriéndose a un elemento de esta característica en la pintura de
Arzú Quioto, en el caso especifico de “Los errantes”, le ha llamado “pintura matérica” para acercarse
a la edificación de la obra en sí misma e intentar leerla desde la modelización
primaria del formato donde la materialidad se rebasa como soporte y donde,
según Lanza, “la dimensión matérica de las texturas, sin deslindarse de
su naturaleza bidimensional, presenta rasgos tan autónomos que la acercan a lo
escultural”
Esta es una pintura que vuelve sobre sí misma, meta poética,
y que explora el espíritu humano desde perspectivas que permanecen en el límite
de las sensaciones y del intelecto. Memoria social y memoria individual, el
duelo entre el espejismo del artificio y la saga antropológica, la legalización
de la culpa y del dolor humano y la determinación del perdón como debilidad,
pero sobre todo la develación de esa lucha de la permanencia histórica y el
tiempo cósmico, trazan y anuncian una significación que vaticina las visiones
de los espíritus disidentes.
No sólo en la grandeza de los formatos, sino en los trazos, en
los jirones, en la trasposición de elementos que no se ocultan ni se mutilan,
en las burbujas a punto explotar, en los saltos mortales de la desolación de
eso que es un residuo del instante y no una representación abstracta, es donde
yace cierta poética que nos permite visitar la memoria y la fragilidad de la
permanencia y donde el espectador encuentra su razón. Ahí donde la
multiplicidad de elementos reinterpreta el barroquismo, y donde a pesar de su
experimental hibridez hay ecos compositivos, anuencia por trocar y tocar el
lenguaje antiguo con heridas nuevas y viceversa. Y algo más, la pintura de Arzú Quioto no es
ditirámbica, ni estruendosa, ni caótica (aunque el caos la erija), es intimista,
y aunque es heredera del más denso de los silencios y del más escéptico hermetismo,
posee la virtud de la expresión de la voluntad de un artista que dignifica la
evidencia de la vida humana ante la sola existencia o ante la norma social que
ha dejado de ser armonía para volverse fantoche de la decadencia.
Salvador Madrid