Carlos Ordóñez es un poeta signado por dos
pasiones: el cine y la literatura, expresiones que ha explorado profundamente y
en las que no sólo lo avala su pasión, afinidad y vocación, sino sus amplios
estudios académicos en Honduras, Cuba, España y Brasil, países en los que ha
pasado los últimos años.
Cuando comencé a leer “Disturbio en el fragmento
119 de Heráclito”, vinieron a mi mente dos poemas de Ordóñez que sin duda ya
dan pautas de esta escritura y que aparecen en su primer libro “Llanto
alrededor”, me refiero al poema “La sed de los pájaros” y al poema “El sur”, en
mi opinión los textos más valiosos de aquel primer libro. Ambos poemas
legitiman la memoria y el viaje del hombre en busca de una pertenencia en la
continuidad de la vida que lo edifica; representan la búsqueda de un resplandor
esencial entre las ruinas; esa búsqueda aspira a ser trascendental y se nutre de
las pequeñas cosas, del viaje hacia una tierra que existe sólo en el eco de la
imposibilidad y que signa de un tajo el redescubrimiento del tiempo abandonado
que ya es imposible poseer, pero qué fue vital y de algún modo algo quiere
decir aunque su lenguaje sea impronunciable; poemas que se replantean la
inocencia, la infancia y el terror, la fragilidad humana apenas salvada en la
conciencia y en la palabra del poeta que dignifica los instantes que no
pertenecen a los grandes relatos, ni a los relatos sagrados, sino las historias
íntimas del anonimato de unos seres que son borrados no sólo por el tiempo,
sino de su tiempo.
Ese sería un punto posible para rastrear la
evolución del poeta; claro mi lectura es totalmente personal y arbitraria;
porque las características de este nuevo libro son diferentes, para empezar
estamos hablando de poemas en prosa, de registros lingüísticos que ya no
obedecen a una forma particular del español de Honduras, de un viaje donde el
distanciamiento eslabona una evocación más cerca de la interiorización, versión
esta que es determinante cuando uno se detiene en las imágenes y el tono de la
escritura del libro, pues adquieren una complejidad (no hermetismo) casi surrealista
que reafirma una vocación telúrica no por su temática, sino por su honda
fuerza, por el arraigo del poema a la vida misma. Ese reino que Ordoñez define,
tiene un lugar de donde parte: el sur de Honduras y una señal que lo desborda:
la pérdida. Pero el distanciamiento del poeta rebasa la sola idea de “lugar geográfico”
y todo se vierte en el lugar simbólico dónde la memoria es el ancla dejada
entre los signos del laberinto. Por eso este libro no tiene la luminosidad del
trópico, ni es celebración, sino más bien designa reino donde la transparencia
y la luminosidad ha sido borrada: “Sufren a ciegas los hombres, heridos de luz”
escribe Ordóñez, pero ese “a ciegas” es más complejo que suponer que nacieron
ciegos, que les arrancaron los ojos o que la inconsciencia no les permite
abrirlos, aún así la luz Es, no ilumina sino que hunde su daga en estos seres que
están destinados a la sombra vacía de la ceguera o más bien de la negación. Y
cómo no recordar a Seferis “Tierras del sol y no podéis mirar de frente al sol.
Tierras del hombre y no podéis mirar de frente al hombre”.
La presentación del libro “Disturbio en el
fragmento 119 de Heráclito” la escribió Javier Bello, que define tres momentos de
lectura: un primer momento respecto al origen de esta poesía; el prologuista
apela al epígrafe de Aristóteles con que Ordoñez abre el libro, que habla de la
sencillez, pero no es una enumeración de pequeñas cosas, sino de la capacidad
del poeta de encontrar en ellas lecturas trascendentales, aristas de la
existencia, huellas posibles que permitan creer en los caminos de las explicaciones.
No estamos entonces ante una evocación que tiene su raigambre en la
sensorialidad primaria sino en la vigilia. El fragmento de Aristóteles que abre
el telón se refiere a Heráclito: “Por ello es necesario no rechazar puerilmente el estudio de los seres más
humildes, pues en todas las cosas de la naturaleza existe algo maravilloso. Se
cuenta un dicho que supuestamente le dijo Heráclito a unos forasteros que
querían ir a verlo. Cuando ya estaban llegando a su casa, lo vieron
calentándose junto a un horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo porque
él, al verles dudar, les animó a entrar invitándoles con las siguientes
palabras: «También aquí están presentes los dioses».”. Bello dice que “es el menesteroso hombre el que,
en su pequeñez, está destinado, para poder ser tal, a vivir en la cercanía de
la grandeza del dios —tal como propone Heidegger en otra de las citas del
libro— con todas las consecuencias que esto conlleva, y de lo que la poética de
Ordoñez se hace cargo, desde el total y más radical abandono hasta la plenitud
de la sacralidad percibida en las cosas y, por momentos, aproximándose a la
paradoja de la conciencia que se transforma en testimonio, a la vez, de ambos
sentidos, sin abandonar el dolor de su orfandad ni perder la exaltación de su
pertenencia”
Otro momento hace referencia a las vertientes
posibles de la donde bebe la poesía de Ordóñez, el Neruda de “Residencia en la
tierra” y Rosamel del Valle, además de la poesía de Juan Carlos Mestre y de
Antonio Gamoneda, y en cierto modo hay razón, pues hay giros de lenguaje, uso
de ciertas palabras y tonos que nos recuerdan a Mestre y estructuras
enunciativas que nos recuerdan al Gamoneda de “Descripción de la mentira” y
“Arden las pérdidas”, pero tales cosas están más allá de la ligereza de una
imitación, en cierto modo son homenajes claros a dos poetas que han marcado a
Carlos Ordóñez, sin duda poetas esenciales para él en estos años de su vida.
El tercer momento es el tono ceremonioso de los
textos y lo más importante que señala Javier Bello es “el espacio imaginario
del viaje y la distancia, único lugar habitable, mediante la creación y el
sueño”, ese tono ceremonioso bien podría nombrarse como la intimidad misma de
la memoria que es conciencia y silencio, y desde luego, vigilia, porque la
poesía de Carlos Ordóñez en este libro no sólo evoca, sino que convoca su
universo interior, ese ahí constante desde donde puede ser vista la tierra
imposible, el insomnio devastando las estatuas de sal, las preguntas (otra vez
las preguntas) que sobre el polvo intuyen su inutilidad como puntos cardinales
del tiempo perdido del hombre.
“Disturbio en el fragmento 119 de Heráclito” de
Carlos Ordóñez se presenta el jueves diecinueve de diciembre en el Centro
Cultural de España a las seis de la tarde. No está demás decirle, lector, que
pocas son las buenas noticias literarias en estas tierras. Hoy le damos una de
las mejores y le dejamos una muestra de poemas del libro.
PERFIL
Carlos Ordoñez (Choluteca, Honduras, 1982) es
licenciado en Periodismo por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
Egresado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los
Baños (la Habana, Cuba). Obtuvo el Diploma de Estudios Avanzados del Programa
de Doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de
Salamanca. Ha realizado la antología de la obra poética de
Juan Carlos Mestre, Un poema no
es una misa cantada (lustra editores,
lima, Perú). Actualmente vive en Brasil, donde realiza un Master en Literatura,
Cultura y Contemporaneidad en la Pontificia Universidad Católica de Rio de
Janeiro.
POEMAS DEL LIBRO “DISTURBIO EN EL FRAGMENTO 119 DE HERÁCLITO”
génesis
Una palabra aletea
sobre la tierra muerta, apenas conoce lo espontáneo, siente el brote mineral en
las vetas de la leña, absorbe sin apuro el incienso del abandono. Todo es
suspenso, levedad, agua en la quietud, maíz disperso bajo los arenales, pavesa
en las lápidas. Así la música de la sencillez al filo de los cauces es humedad
del rostro, materia voluble entre cortezas de encina quebradas por la luz.
Sobre el inmóvil follaje ante la lasitud del sol, del rumor en el horno atizado
por la fatiga, mana el vapor silente, el ángel de la necesidad, acaso una
pálida bestia, el alma desprendida del cuerpo que apacienta al rebaño del hambre.
Desciende el miedo a las antiguas llanuras, la fiebre tañe los ramajes de las
covachas, se encanilla en la memoria el insomnio, arde el misterio en la sombra
de los párpados. Estas cosas se saben ciertas, movimientos celestes, aspas de
niebla en el raíl del recuerdo, láminas de viento que siegan la orfandad. He
aquí la esclavitud, sus fístulas en las superficies de la sed, la más callada
invocación al barro. Esto es lo sagrado, un don, tesitura del habla que predica
el polvo de la edad. La belleza es el sueño de una tarde, el sur, donde
descansan los hombres que liban las colmenas de lo invisible.
memorias mínimas
Hablo del sur. Fui
aprendiz de tinieblas en un paisaje extinto. Frente a las quebradas donde los
niños caían desde un peñasco como ángeles sin áncoras. Por un instante
extendían sus alas, gravitaban en el aliento perpetuo de los dioses del maíz.
El maíz tenía la crepitación de los brazos que hacían la cosecha bajo los
delirantes rayos solares, tan frágiles en los resquicios de los tejados donde el
color era humo y halo de tiza. Los rostros tenían la inocencia felina de los
animales dormidos a orillas de la Estigia. Nosotros conocíamos ese lugar
sagrado, mordíamos tierra, delirios, dormíamos larguísimos sueños escuchando el
canto de las sirenas que amamos en silencio.
En marzo, bajo la
adormidera, los braceros labraban la paciencia. Un caballo blanco, su corazón
de escarcha, levantaba vendavales de tibia arena. Una multitud de jícaros y
caracoles anunciaba la llegada de la sequía, lenta estación en que guardábamos
el pan asido a un pañuelo viejo. He aquí que vuelve el sabor del polvo. En mi
recuerdo, el almagre, las manos quemadas de mis antepasados, una sorgo que el
verano consume, azúcar negra, dulce hollín en el fondo de un caldero, café y
sedimento en el afán de la jornada.
Hablo del sur. Una noche partí para siempre. El viento formó nubarrones,
llegaron largos días de lluvia, sucedieron largos días de luto y olvido.
lo que dicta el recuerdo
En la
oscuridad, oigo orinar a un perro contra las latas que cortan el ojo de la
aurora. Del corazón se extiende la rosa del óxido que habrá de zurcir el camino
de los errantes. Mi memoria es translúcida en la enfermedad como la lluvia al
contacto del relámpago. Yo sé que evoco cosas que todavía existen.
Una mujer se
posa en el centro de la plaza con un maletín de cuero y de sus labios florecen cenizas
de viento que afinan la palabra fagot. Una partera lava sus manos en el Río de
Sal que mana peces durante la blanca Cuaresma. Las abejas primitivas acuden al panal
de la amargura; allí contemplan las migajas que dejan las moscas mientras
vigilan la duermevela de los inocentes, seres mansos al regazo de la fiebre y
la púa del coral. Así es la sucesión entre la luz y la ausencia.
El alma de un
caballo se desbanda ante el bullicio del trigo en el mercado. El agua del
tiempo arde al final del poniente y su sabor es áspero en las raíces de mi
lengua. A lo lejos, en la montaña, las hogueras anuncian la carestía en los
almiares. Frente a la mesa del figón, el labriego limpia la hoja dócil de un
cuchillo salpicado por el fluido de los nervios y el mezcal. En la voz de mi
padre percibo el origen de las olas, el rumor doliente de la arena que arrastra
el mar. Aún persisten señales de nuestra existencia.
la enfermedad
Veo un perro
coronado de espinas. La plaza que ninguna estrella habrá de rayar con sus
hélices. Hay una cruz en mi frente que borra la visión de mi ángulo. Hay un
balandro que nunca llegará al lado apacible del río.
Te hablo de
la sal que carcome la llaga, del ladrido que desgarra los tules durante la vigilia.
Avanza el óxido por mis venas hacia el arrial de las dagas como un brebaje de
adormecida pureza. La música es la danza del serrín que tragan mis ojos al
contacto del mediodía. No hay tregua en las ráfagas, solo el sudor animal en el
vapor de la siesta, solo el cuerno del buey en mis labios anunciando la verbena
de los buitres.
Te hablo
entre dientes de metal roído que muerden las vértebras de una albacora. Hay
aguijones que traspasan la piel y hacen surgir bestias de luz, la flor de los
pinos al brote de la trementina.
Pero tú no
conoces la materia del cansancio, no conoces la ráfaga boreal que me habita
como el rencor destilado para el nepente de los dioses. Han venido hasta mí las
voces que hablan en la embriaguez disipada.
Una madeja de
cabellos se hunde en el regazo de mi madre. Una aguja de adrenalina recorre mis
redes, hilos finísimos que flamean sobre una creciente donde hay luz.
Mírame: yo
estaba dormido y te llamaba sin saberlo.
disturbio
I
Hubo un
tiempo en que mi corazón era una tarántula endeble deslizándose entre los
latidos sanguíneos de la tierra. Durante las tardes, el humor mortífero de la
breña dilataba sus extremidades hacia las pálidas herrerías: la lluvia ardía en
el rostro.
Mis alucinaciones
galopaban hacia la inmensidad del llanto. Las muchachas dormían rendidas sobre
los trigales, y yo escrutaba sus sueños en la bruma, en el laberinto de los
barrizales quemados, yo esperaba la lluvia como se espera la extinción, y tuve
miedo de dormir.
Era el tiempo
de la sequía.
II
Sentí en las
pestañas la evocación de la lluvia, sus manos frías quebrando la heredad, el
pensamiento; antes fueron las ondulaciones del céfiro, el baile de las
serpientes que lamen las piedras de la alucinación.
El sabor de
la lluvia llegó a mis comisuras y de mi voz fluyó la cera de la oscuridad, y de
la oscuridad un animal de luz rasgó aquello que en mi memoria era invisible:
lápidas sin nombre entre los desperdicios de la venganza, furiosos caballos de
granito desvaneciéndose en el horizonte.
La lluvia
derramó sus semillas, y como el baladro del mar en un país apócrifo, vi la
espuma ardiendo en los istmos de las fauces, la indecible materia del rayo,
sentí en mis huesos el ruido de los hierros que anida en el corazón de las
cigarras.
Todo lo que
en silencio arrastró la muerte sobre los sagrarios de la casa del padre entró
en mi boca, como las agujas de la lluvia en la espalda atormentada de un
madero, y mi reposo fue la dilación del silencio, la pregunta en las páginas de
lo inhabitado.
Así sangró en
mí la existencia.
III
La lluvia enhebró
cicatrices en el óxido.
La trama del tejido, la
claridad, el resplandor, una luz en el agua detenida.
Así amé todas las cosas que no
comprendí.
invocación
La vida se extingue en el
interior de los caracoles. Yo te hablo con la mitad de mi voz, con los ojos
cerrados a la luz, yo te llamo.
Te hablo sobre el
delirio, sobre lo turbio, el enjambre en la urna de la devoción, los pájaros de
la avidez en el alba de San Juan. Dudo, temo de todo lo que antes mi alma sabía
sin existencia. Atravieso una estepa que no soportan mis ojos. Mírame en ella
hasta no verme, hasta que escuches el rumor del vacío y distingas un fantasma
estremecido que se lastima contra paredes que no existen.
Lejos, en la llanura
habitada por astros rendidos, ante el ruido de los cristales que la lluvia
propaga en los rincones de la bóveda craneal, tus palabras arden en delicados
filamentos.
Digo tu nombre entre mis
manos. Hablo contigo y hablo de ser: sentir las abejas que discurren en tu
pecho, robar el fuego de las deidades y compartirlo, inventar el río que
siempre regresa, escuchar la Voz del Tiempo, devorar mis huellas en los
senderos de la duración.
Hablo de
existir: quitar la vida y hacer de ella un regalo mutuo, invocar al frío en la
unidad de los cuerpos. Hablo de ese aliento vivo, voz que arrastran los hilos
del ensueño, barco en el que mi alma navega, puerto donde habita el silencio.