No hay duda alguna, Armando García es
el escritor hondureño con el mejor sentido del humor, él y su narrativa.
Su aporte fue desmitificador de este
hacer que muchos rodeaban de ceremonias, senilidad y de ese elitismo
intelectual que en nuestro contexto es más pose que oficio.
Desde la publicación de su primer
libro en 1993, “Hechos necios que acusáis” estaba claro su filón del que
extraería una serie de relatos osados y trasgresores, totalmente deudores del
humor hondureño, bien escritos y con el sello inequívoco de su creador.
Esta actitud y su consolidación en
estructura narrativa donde la sorpresa y el desenfado, más la riqueza de
códigos lingüísticos y del humor caribeño que le pertenecen naturalmente más la
apropiación e interiorización del humor total del resto de zonas de Honduras
que por la fiebre del oro verde de las bananeras atrajo a hombres y mujeres de
los cuatro puntos cardinales, consolidó un universo literario de personajes en
situaciones surrealistas, personajes que muy poco entienden su mundo porque
están cubiertos de cierta inocencia o viven la vida en una forma de austeridad
espiritual, que piensan que la bondad gobierna el destino, pero al fin se
encuentran desengañados o descubriéndose como seres marginales; sin embargo son
personajes dignificados por una ley: la sobrevivencia; y en eso Armando García
es diestro al tratarlos con cierta frialdad o más bien imponiendo entre ellos y
él un humor a rajatabla.
Armando García es un escritor que hace
feliz a mucha gente aún cuando les esté mostrando el infierno de nuestros días
en el tercer mundo y que sin duda ha iniciado a lectores a ir por las lecturas
que la libertad individual define y no las que recomiendan los críticos o los
mismos escritores. Armando García no escribe para que la historia lo reconozca,
sino para que los lectores reconozcan e interioricen la historia de una forma
natural, divertida y realista. Su registro verbal es impresionante, buen
conocimiento de cultismos y del lenguaje popular, pero es certero cuando de
regionalismo se trata o de frases, giros y señas del color local, sin embargo
estas elecciones ligústicas se usan a conciencia y con un sentido universal
como pocos.
Por supuesto que uno puede
identificar una estructura narrativa personalísima en la escritura de Armando García:
primero, la espontaneidad del relato oral tradicional, esa frescura primigenia,
vital, donde lo súbito, el ingenio, lo versátil e hiperbólico, la sinceridad y
la sal de la enseñanza popular del relato lineal; luego la habilidad de
escritura y la total desinhibición verbal posible hacen lo suyo; esto se remata
con la elección de unos temas que para muchos son tabús sociales como el sexo,
la infidelidad, el fracaso, por ejemplo, y para otros son tabús literarios al
escarbar en lo hondo de nuestra idiosincrasia o de la vida cotidiana sin miedo
a caer en el relato regionalista; pues nuestra literatura padece de una
solemnidad que a veces es condimento rancio, lo que la vuelve aburrida o
repetitiva con formas narrativas del romanticismo, la decadencia retórica de la
oratoria pasada de moda o del realismo mágico; otros en cambio, influenciados
por maestros de la narrativa contemporánea se lanzan desbocados a vastos palabreos
en primera persona. El humor de los relatos de Armando García es destellante,
muy de esta tierra y tratado con estatura literaria, su ludismo e ingeniosidad,
sus claves de humor y la astucia del narrador, son esas ventanas a una
narrativa que si desea ser leída con ese ojo de buen gusto, frescura y crítica
renovadora y constante.
DOS RELATOS DE
ARMANDO GARCÍA
VIRGEN
DE LA CINTURA PARA ARRIBA
A Luis Edgardo Solís Martínez, “El
Conejo”
El sol perpendicular detenido por la
sombra del higuero. Los tábanos insistían una y otra vez. La burra coceaba y
parecía hundir el suelo con la fuerza de una barreta de siembra. Yo, agarrado
al bozal que le socaba el hocico. Mi abuelo terminaba de pegar la carga de
cañabrava, amarrando con dos vueltas el cubujón del aparejo. Lejos, en el
guarumo del cerco, la bulla de las piapías. Mediodía en punto y los tres nos
parábamos en nuestra propia sombra.
–Usted va adelante, Calamán, jalando la burra, que no se traben las puntas en
los bejucos– dijo mi abuelo.
Íbamos midiendo cada paso entre el lodillo y el camalote. Atrás, entre el
choclós, choclós del paso de la burra, la voz de Nayo cantaba “pastorillo,
parás, parás…”, acompañando las notas con inútiles palmadas contra los
mosquitos. Salimos a la carretera y aún despedíamos el olor a yautía y ñame
puerco. El silencio de mi abuelo fue roto por segunda vez:
–Eche la burra por delante; déjela que trabaje sola.
Mi abuelo continuó con paso lento. Su mano derecha sostenía, a la altura del
hombro, el hacha de doble gavilán. Seguíamos caminando. Mi abuelo, silencioso,
con la mirada perdida en el horizonte de jamacuaos que cercaban la hacienda de
don Felipe. Nayo y yo hablábamos de todo si que nos escuchara el viejo. Sólo
alzábamos la voz cuando lo permitía el ruido de las cañabravas que arrastraban
las puntas.
–Ya nombraron a las mayordomas – dijo Nayo con alegría.
–Ujú– contesté con sorna cómplice.
La plática fue interrumpida por mi abuelo cuando nos dio un pedazo de rapadura
con tortilla. Olvidamos por un momento la fatiga. Con palabras entrecortadas
por el bocado, Nayo dijo:
–Al descuido, le suspendemos la falda a la Milagrosa.
La reverberación era terrible y paralizaba hasta los cogollos más tiernos. Mi
abuelo sacó de las oquedades pastosas de su garganta:
– ¡Turcos de mierda!
Miramos que venía en bicicleta el palestino Bichara, pelón, con cigarrillo en
pitillera y el rifle terciado a la espalda-
–Adiós, don Agnasio– soltó al pasar.
–Adiós–, farfulló mi abuelo, con la vista impasible clavada en el azul del
cerro Pacura.
Por su comentario entendimos el desprecio que tenía por los comerciantes que
controlaban la plaza del pueblo. Al llegar al corral de la hacienda de don
Felipe, frente a las pilas, encontramos a los vendedores de lotería, sastres,
zapateros, maromeros, putas y achines que iban, ese viernes, a esperar el pago
de los jornaleros en los campos bananeros. Cruzamos la línea férrea y entramos
al pueblo por la calle de los Mirriñaques.
Minutos después, en el trascorral de la casa de mi abuela, aperchamos la carga
bajo el tamarindo. En el corredor, por boca de mi tía Cosme, nos enteramos de
que ya habían pasado los seis primeros viernes en honor al Sagrado Corazón y
que ese día les correspondía arreglar el altar a las mayordomas de mi barrio,
entre ellas, mi tía, quien nos ordenó que jaláramos las palmas de coco, las
ramas del limonero, las flores de marpacífico, las hojas de teocinte y el
aserrín teñido para arreglar el altar.
Además, señalando con dedo tenebroso, dijo:
– ¡Sin jodedera, cabezas de alcornoque! ¡Sólo quiero que estén en batajolas en
la iglesia…!
Nos quedamos callados. Y cuando no había moros en la costa, Nayo empezó a decir
que patatí que patatá, que la virgen tenía calzones como las muñecas Barbie que
vendían en la tienda del turco Chahín. Yo alegaba que las piernas eran como las
de Minda Amador, a la que siempre mirábamos, por la rendija de la puerta, con
Alfredo Totoposte en el cuarto que les alquilaba don Lalo.
En la tardecita descargamos el hojarascal en la esquina de la sacristía.
Soplaba un viento fresco y una calma de cementerio se tocaba en todos los
huecos de la iglesia. Nos encaminamos hacia el altar. Llegamos frente a la
virgen. Nervioso, Nayo comenzó a levantarle la crinolina mientras yo sentía un
espumaraje helado en las tripas y un calambre en las pantorrillas. ¡La
Milagrosa no tenía piernas ni calzones sino un pijín de tablas como banco
zancudo invertido!
A saber de dónde salió don memo, el sacristán, que de un talegazo hizo rebotar
a Nayo sobre las bancas. De la carrera, casi le doy vuelta a la alcancía mayor
y en dos patadas llegué al mercado. Esperé a Nayo en el callejón de la
despulpadora de arroz y, para que mi tía Cosme no se arrechara, fuimos a la
llave del patio. Nayo se lavó la sangre de la nariz y de la camisa, y hablando
janiche por el sopapo, dijo: “¡Pajas! Por ese tablerillo cómo iba a nacer el
Niño Dios!”
EL
MERCENARIO DEL AMOR
¿Recuerda al escribiente? ¡Claro que sí! Era aquel calígrafo
vejete, calvo, moro bigote nicotínico, camisa de cuello mugre, liga en la manga
que una vez fuera blanca, cinturón de hebilla ladeada, panza etílica y
pantalón a la pechera. A veces solía presentarse, famélico, esmirriado,
aerodinámico, cual cochero de Drácula.
Sí hombre, era aquel desaparecido amanuense infaltable
en el mercado, con sus bancos más flojos que un catre de burdel, mesa quisneta
y su vapuleada máquina de escribir, por lo regular, una negrita Smith-Corona o
Royal. Los viandantes lo nombraban secretario, escriba, copista, chupatintas,
mecanógrafo, pasante o pendolista.
Era el mercenario del amor. Hacedor de cartas por
una módica paga. ¿Lo recuerda, no? Toda una institución. Tenía bajo la manga un
arsenal del sentimiento, una biblia del arte de amar. Un libro mágico que hacía
suspirar al más pintado doncel urgido de fémina y, moquear, a la más
empingorotada damisela contaminada de varón. Su nombre «Correspondencia de
amor» de Sánchez & de Guise. El libraco contenía, como en timbiriche de chino:
Correspondencia amorosa. Pedida de mano. Respuesta
negativa o afirmativa de enamorados. Aceptación de pretendiente. Súplica de
varón y contestación de varona decidida. Y, por ahí se iba este polígrafo
rupestre, sin descuidar las cartas sobre diferentes temas: citas, esquela,
dedicatorias de retratos, silencios, desdenes, celos, perdón, reconciliación,
decepciones, despedidas, felicitaciones, pésames, agradecimientos,
descachimbes, rejuntamientos y despelotes.
Tenía un surtido de: participación, invitaciones,
contestaciones, compromiso, nombramiento de padrinos, participación de
nacimientos, recuerdo de bautizo, obituarios y tarjetas postales.
Tal traficante del amor dominaba el lenguaje: del
abanico, del pañuelo, de las flores, del bastón, de las piedras preciosas y
metales. Interpretaba los sueños, dictaba las reglas acerca del uso del papel
en las cartas, sabía de la dirección del viento; del arte de la cabalística, la
quiromancia, la cartomancia, el horóscopo, la buenaventura y de la sibilina tartamudez
de los dados.
Ese si era un genio del arte amatorio en la era de las
chaperonas. Urge clonarlo para soliviantarle el sobrado lenguaje del maridaje
al chavo que ladra, online, a su virtual amada: ¿Qué pedo, laca?