La fotografía
de Edmundo Lobo es una mirada de los instantes de la vida cotidiana de la
tierra hondureña. Una fotografía que profundiza en el ser del hondureño y que
indaga su condición desde una perspectiva antropológica y artística. Pero
también es una fotografía que es una exploración de esos universos que
coexisten en un territorio: los pueblos originales, el mestizaje, la
materialidad, la esencia de una historia que nos ha llegado a pedazos, la
luminosidad de la memoria, del olvido y la marginalidad. En cierto modo esta
fotografía es imagen y semejanza de un tiempo fragmentario que se busca a sí
mismo para dialogar con una voz propia y plural que hable de las honduras de
Honduras, de la belleza bárbara que crea y destruye paisajes y visiones, que se
nutre de las contradicciones de esa idea que aún amasamos: la identidad
hondureña.
La fuerza de
las imágenes de Edmundo Lobo emerge de los seres humanos que inundan el lente,
pero también de un carácter estético propio de quien sabe elegir su sitio para
ser el protagonista de esa memoria que se desborda, que es vida cotidiana en su
máxima pureza y a la vez signo de un transcurrir histórico.
En la medida
que el tiempo transcurre y que la alienación, la miseria institucional y el
poder marginan a los habitantes más lejanos de la patria, las imágenes de
Edmundo Lobo (Cuya lectura está impregnada de una belleza voraz, de un amor
doloroso y resplandeciente) han de ser un testimonio vivo de un tiempo y de un
territorio a veces mal imaginado por todos o mal leído, y digo esto pensando en
esa mirada dictatorial, plana del centro a la provincia, a la periferia, pues
aquí se conjuga la complejidad de unos elementos que no sólo nos conllevan a un
discurso estético desde el que podemos expresar que es una fotografía que
transgrede esa idea de postal o de la documentación pura e intenta en sus
claroscuros y su bregar, herirnos de una manera alucinante porque nos asomamos
a ella bajo la atracción que produce el descubrimiento, no sólo la curiosidad,
el simple dato testimonial o el solo discursar estético; esa atracción es de
algún modo el reconocimiento propio en el universo del otro, la osadía de sabernos
aquí siendo de ese siempre de unos seres humanos que Edmundo Lobo no quiso
salvar del olvido sino del futuro, no los quiso como suvenir sino como dignidad
de la vida misma y como el relato preciso de una tierra.
He visto una
y otra vez las fotografías de Edmundo Lobo y puedo decir que he asistido a un
descubrimiento y a la confirmación de viejas y nuevas lecturas sobre la vida y
el arte, sobre Honduras y el tiempo de su historia. La actualidad de sus
imágenes, la destreza suya como fotógrafo, el trato de la imagen, la perfección
tan íntima del instante ya para siempre fugado y aún vacilante en la
fotografía, el erotismo agazapado apenas entre el claroscuro, los viejos
mascarones en cuya estructura aún rasguña el eco de alguna fe perdida, la danza
de una muchacha que trabaja, esa hondura de una tierra que no es añoranza ni
nostalgia para el turista sino para su mismo habitante; digo, he visto estas
fotos y las he contemplado, no queda duda que Edmundo Lobo es un maestro de la
fotografía y no queda duda de nuestra grandeza, de nuestra luminosidad, de
nuestro olvido y desgracia. Qué magnífica colección de fotos, qué Honduras la
conozca y se conozca.