Pocas veces uno puede encontrar en el
oficio de los artistas contemporáneos, prácticas que descalifican esa idea
genérica, reduccionista o vinculada al llamado “oficio del artista” desde una
perspectiva tradicional.
La referencia tiene que ver con darle un rango de
calificación mayor a un arte conceptual que a otro que, aunque tiene construcciones
conceptuales, se arraiga en el oficio de la práctica tradicional o nos plantea
al artista como hacedor de materialidades artísticas y no de ideas estéticas o
conceptos.
Por supuesto que esta
discusión, que es importante, casi siempre se suprime o se considera básica,
pero resulta que el arte opera ampliamente en el imaginario humano y que lejos
de descartar, integra, mutila, condena, desmitifica y transgrede para crear nuevos
lenguajes. Hay prácticas artesanales o tradicionales mucho más contemporáneas
que los discursos de generaciones jóvenes abanderadas en el Arte Contemporáneo,
y hay prácticas, consideradas contemporáneas, mucho más conservadoras y atrasadas
que el suvenir del pueblo turístico de moda.
En verdad, lo que importa en el
arte es la capacidad de estructurar lenguajes; pero estamos en el tiempo del
espejismo, nunca antes nos definimos y nos presentamos tan progresistas,
liberales, sensibles, tolerantes, correctos políticamente: ese es el discurso, aunque
luego, al quitarnos estos ropajes, sólo queden los despojos y la sorpresa aburrida
de lo que somos en verdad: nunca antes la institucionalidad ha validado tanta
basura como arte. Parece que el crítico hondureño Carlos Lanza se quedó corto
en su predicción: él pensó que mucho “arte” llenaría una bodega; yo digo que
tanta basura amenaza con llenar la historia de este pequeño país.
Lo expresado hasta aquí está conectado
con la obra de Ana Granera, tan actual, poética, ambiciosa, inmensa en lecturas
y significados desde clarividencia del dibujo, porque aún en la instalación, la
obra de Granera es dibujo que se rebasa del formato tradicional en el que ha
sido aprisionado. La búsqueda de Granera cruza el furioso filo de la desolación
humana, interroga al dibujo infantil, a la gráfica, al grafiti, al trazo febril
de la impaciencia o de la hiperactividad, y sin negar estos aspectos, parte hacia
otros horizontes como la plasticidad impregnada de una conciencia contemporánea,
dialoga con la publicidad, la ilustración, el animé y ausculta nuestra vida de
hoy y la de nuestros ancestros, pues en Granera el dibujo también posee la
versión de una práctica ritual: hay en su construcción una inevitable
naturaleza perfomática que se apropia de todos los códigos posibles de un mundo
incomunicado a pesar de sus miles de imágenes.
El Museo para la Identidad Nacional ha
tenido la certeza de albergar la exposición “Cada quien con su caja” de la
artista Ana Granera, una muestra que convoca a la poética del silencio y
cuestiona la naturalización de un orden que normaliza al ruido como el código más
democrático de comunicación. Son dibujos o espejos, son letras de un lenguaje
antiguo que intenta salvar algo de las cenizas, son lo que sabemos y callamos;
son laceraciones del anonimato, un invento para imitar nuestra voz y exigir que
nuestro nombre sea pronunciado para sobrevivir a la soledad de una época o para
ser invitados a la fiesta de los solitarios y mutilados. Esa es la obra de
Granera; su dibujo (¿su dibujo? ¿o su soporte?) invita a la duda a sobrevivir
para reivindicarse como la única verdad y la única conciencia del artista; es
de ese modo, porque el artista verdadero se regocija en la duda sobre el mundo,
no es militante de alguna verdad y quizá la única dignidad posible a la que
puede aspirar es a realizar las preguntas esenciales sobre su tiempo.
La
exposición “Cada quien con su caja” reivindica a la buena práctica del dibujo
desde un sentido plástico, pero también actualiza la tradición y discursa desde
un lenguaje contemporáneo puntual, claro y severo; no permite la pirotécnica de
la forma como único subterfugio.
“Cada quien con su caja” se define por
su exploración del dibujo y por ese viaje hacia los laberintos psicológicos de nuestras
sensaciones y traumas primigenios. Sin duda, a la magistral técnica de sus
dibujos, su fineza, su gran sentido plástico y naturaleza conceptual
innovadora, se suma un sentido lúdico, pero no hay inocencia en esta visión:
hay un abordaje que nos inclina hacia cierta oscuridad, y no es que sean
motivados por un centro tenebroso, todo lo contrario, nos invitan a dialogar
con esa oscuridad nuestra que muchas veces no enfrentamos, ni superamos para
conocer nuestra interioridad.
Estos dibujos se nutren de las
expresiones gráficas infantiles y del humor negro; prefiguran las confusiones
que llevamos de equipaje, algunos despiertan ternura, otros son inquietantes y
encuentran en lo grotesco su paraíso. Cada uno de estos personajes esconden un
acertijo: no se sabe si son buenos o malvados, su existencia es ecléctica y
atemporal; unos adoptan rasgos de la cultura de masas del animé, otros
conservan los sedimentos de la simbología precolombina, esto se nota más en la
instalación que acompaña la muestra y que hace referencia a las muñequitos
“quitapenas”; lo cierto es que vienen a ser como las huellas digitales de los
sueños, sean estos, hermosos o nefastos.