El país concede aún ciertos esplendores: ver el nacimiento de
un artista, por ejemplo. Estar ahí cuando la vocación se transforma en
compromiso humano, ser testigo de un proceso que nos vincula a conocer el arte,
pero sobre todo la vida, porque el arte no es una habilidad, es un pacto de
sensibilidad con la vida.
Por supuesto, académicamente hablando, apreciar la conciencia
de un ser humano que comprende que la habilidad y la vocación, son estadios de
un largo camino, ventanas hacia una evolución donde los retos, los laberintos
de la realidad, la disciplina, la lectura y el constante aprendizaje, son los
condimentos del pan nuestro de cada día.
Es muy probable que se nazca artista,
pero es superior el viaje hacia la conciencia evolutiva para transformar la
habilidad y vocación en lenguaje. Ese es el acto superior de crear, y es lo que
diferencia a los artistas de los hábiles farsantes que inundan los llamados
espacios culturales.
Gavarrete comenzó a dibujar entre las colinas montaraces de
Tejeras, Lepaera, en un hogar muy humilde. Al inicio sus trazos le brindaban
esa confianza lúdica y desinteresada, luego al crecer, sus creaciones le
reclamaron poderosamente, pues ocuparse del arte ya no podía ser un
entretenimiento sino una forma de vida. Fue así que ingresó a la Escuela
Nacional de Bellas Artes, luego regresó a Gracias, Lempira. En esa ciudad le
conocí y entablamos una relación profesional cuyo objetivo era crecer no para
alcanzar fama, posicionarlo o promocionarlo, sino para asumir la
responsabilidad de darle forma a sus inquietudes sobre el arte en un país
masacrado por la insensibilidad.
Vi los primeros trabajos de Cristian Gavarrete en 2013,
retratos de mujeres pintados con café y otros residuos orgánicos; pude percibir
la capacidad técnica, la fineza de los detalles, pero sobre todo me llamó la
atención la honda nostalgia que transmitían estos trabajos: esas mujeres de
rostros fuertes, entradas en años, transmitían una forma de la nostalgia alejada
del sentido romántico, mágico realista o del tratamiento tradicional ligado a
la estampa que marcó ciertas miradas sobre el tema
indigenista. Todo lo contrario, estos rostros prefiguraban bárbaras incógnitas,
no había un sentido contemplativo, sino un filoso alejamiento en sus miradas,
sus sonrisas no anunciaban a la alegría sino que con nobleza no querían que su
dolor fuera un efecto impresionista.
Estos primeros trabajos con las características descritas
fueron la causa para que me acercara a Gavarrete. El descubrimiento de esa
fuerza me detuvo y me detiene hoy, muchos años después, para ver una y otra vez
sus obras, releerlas, y otra vez, buscar respuestas sobre el mundo.
A diferencia de un taller estético, de un programa curatorial
bajo prescripción normativa de riesgo, balance, frivolidad técnica y giros
calculados como los de la decadente institución arte de Honduras, muchos
escritores, curadores e intelectuales, tenemos proximidades más esenciales con
el arte y la literatura, y por supuesto, con los artistas. Esto implica una
postura abierta y lo más importante que aspire aprender todos los días y a
reconocerse dentro de las sorpresas que depara la creación artística.
No creo
en la curaduría que propone fórmulas, creo que en la curaduría que propone
discusiones, visiones, caminos y sobre todo una mirada anarquista porque las
discusiones no se ganan, ni se imponen, son evidencias dispersas de los análisis
y la reflexión; las visiones no se estructuran o se convierten en “productos”
son anclajes utópicos para aproximarse a una idea; y los caminos son
posibilidades para maravillarse en la dispersión infinita que nos permiten,
casi siempre, regresar al lugar del que partimos para saber qué haremos con
nuestros pasos.
El trabajo curatorial con Gavarrete consistió en tres años de
conversaciones dispersas, silencios, acuerdos y desacuerdos. Horas y horas
viendo sus trabajos hablando de generalidad y detalles, muchas preguntas,
lecturas, conversaciones sobre artistas y escritores, y sobre todo, dejar que
él fluyera hacia su propio descubrimiento. Hoy es un artista joven que ha
recibido altos elogios y que está en un proceso que sin duda lo consolidará
como uno de los mejores artistas de Honduras.
Su pintura ha pasado la primera prueba de fuego con la exposición
“Posdata” en el marco del Festival internacional de Poesía Los Confines 2017, y luego, su muestra “Reminiscencias” en el Museo para la Identidad Nacional MIN en 2018.
La impecable capacidad técnica de Gavarrete, no es una
pedante demostración de su habilidad. Esto se entiende al analizar su vocación
para interiorizar una realidad y luego, como sucede con el buen arte, leerla
para crear un lenguaje universal donde nos encontremos los hombres y las
mujeres.
Los personajes que se asoman en sus cuadros, para existir
están inacabados. Su presencia sólo puede ser fragmentaria y dispersa. Son ecos
o fantasmas evocados por un cronista de sus despojos.
Cada cuadro desborda la mutilación de las primeras capas o de
la pincelada fina, con brochazos que aciertan a reforzar cierta violencia;
ejercicio del que sale bien librado Gavarrete por el uso del color, pues no se
trata de gritar la pintura, sino de engullir al espectador en el silencio,
entrar en la subjetividad de un mundo lacerado por la pérdida, unido por las
cicatrices y acicalado por sus propias entrañas.
El color, entonces, es el mayor personaje en la pintura de
Gavarrete, pero no asiste como recurso, sino como un lenguaje orgánico que nos
relata la belleza y barbarie de una tierra que ha sido arrancada de la memoria,
de la infancia hecha añicos ante la necesidad. Esta pintura posee una feroz
inocencia donde no cabe la nostalgia sino el incendio y la destrucción de la
esperanza.
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