Edwin Miranda tiene un oficio parecido al de los
poetas: es pajarólogo. Significa que es guía de aviturismo. Su zona de acción
es la Montaña de Celaque de la Reserva del Hombre y Biosfera “Cacique Lempira,
Señor de las Montañas”, la Montaña de Puca y los bosques cercanos a Gracias,
ciudad de Los Confines.
Edwin fue el primer observador que avistó el Colibrí
Esmeralda en Gracias; es guardián de la sabiduría popular de los campesinos de
tradición lenca en Lempira, además fabrica los más hermosos arcos y flechas de
Honduras; es baterista de “Vértigo”, el único grupo de rock de Gracias; es
inseparable de su hermano Iván, quien también es arquero, pintor, guía de aves,
guitarrista y segunda voz en la banda de rock.
Hace unos días leí en el muro de Facebook de Edwin
Miranda una crónica sobre el descubrimiento de un ave que vuelve más atractiva
a la Montaña de Celaque, a Gracias y a sus bosques; quise editar ese relato porque
merece ser conocido y para que después de la crisis sanitaria visiten la ciudad
de Gracias y Celaque, tierra legendaria, donde las aves y el viento de las
tierras altas son capaces de sanar nuestros pesares y heridas.
EL BUHO DE OJOS DORADOS
(Una crónica de Edwin Miranda, guía de aviturismo)
Estaba a punto de renunciar cuando la Montaña de
Celaque me develó unos de sus grandes enigmas: el Búho de Ojos Dorados.
Durante muchos años lo busqué en las montañas del
occidente de Honduras, pero sólo encontré rastros en la tradición oral de
personas que nos dedicamos a buscar aves para admirarlas y mostrar al mundo su
majestuosa presencia. El Búho de Ojos Dorados parecía solo existir en las
leyendas. Mi trajinar había sido largo, bajo estados meteorológicos extremos
que diezmaban el ímpetu de continuar en su asechanza. Sin embargo, tenía la
convicción que el Búho de Ojos Dorados en más de alguna ocasión me había visto
atravesar los linderos de su territorio de caza.
Leí algunos artículos sobre esta especie de búhos que me
confirmaron que en el mes de marzo había mayores probabilidades para
encontrarlo. Fue entonces cuando de mi memoria emergió un leve recuerdo: hace
muchos años, en el campamento “El Quetzal”, localizado a 2630 msnm, en la Montaña
de Celaque, escuché el canto de un búho que me pareció extraño y desconocido.
Pensé una y otra vez en este recuerdo, indagando profundamente cada detalle:
los sonidos de la noche, el viento, mis sentidos abiertos al bosque y centré toda
mi esperanza en el lugar de donde posiblemente surgió aquel canto. En mis sueños
el Búho de Ojos Dorados me observaba, aunque yo no pudiera distinguirlo. Entonces
comencé a creer que el canto que escuché en esa ocasión era del misterioso Búho
de Ojos Dorados.
Los vientos del destino comenzarían a soplar a mi
favor el viernes trece de marzo de 2020 regresé a la Montaña de Celaque,
acompañado por mi hermano Iván y un grupo de amigos; comenzamos el ascenso por
el lado sur, en las colindancias de la comunidad de El Naranjito, perteneciente
al municipio de San Manuel de Colohete.
A escasos veinte minutos de camino, reaccioné alertado
ante un grito de Iván: "¡Acá está un búho!". Me acerqué para
verificar el avistamiento. Al llegar al sitio, Iván me indicó el lugar donde se
encontraba: en las ramas de un pequeño árbol de roble casi sin hojas, bajo unas
bromelias, se camuflaba un ave. Me apresuré con curiosidad: mi pecho se agitó cuando
a través de los prismáticos, pude reconocer las marcas de campo y supe de
inmediato que habíamos encontrado a la “Lechucita Llanera” (Athene
Cunicularia), sin duda alguna, una sorpresa extraordinaria que jamás hubiéramos
imaginado, puesto que este búho solo había sido avistado una sola vez en el
país, en el año de 1931. ¡No podía creerlo! que casi un siglo después lo
tuviera frente a mis ojos. Lo aprecié con una euforia apenas contenida y lo documenté.
Después, extasiados, proseguimos el camino.
En nuestra naturaleza humana existe una sensación inexplicable que nos hace creer que hay bajas probabilidades de que dos eventos extraordinarios pueden suceder en un mismo día: acabábamos de ser testigos de un hecho histórico al ver y documentar la “Lechucita Llanera”; ninguna otra persona en Honduras lo había logrado; sin duda era uno de los mayores regalos de la vida, ¿Sería posible encontrar al Búho de Ojos Dorados?
Luego de seis horas de caminar, llegamos al campamento;
justo a esa hora en la que no se sabe diferenciar donde termina el día e inicia
la noche y se escuchan los cantos melancólicos de las aves que se pierden entre
los indescifrables misterios. Al terminar de descansar, decidí realizar el
primer recorrido árboles adentro; busqué mis linternas y centré la búsqueda calculando
un kilómetro en ambos flancos del campamento. Desde mi teléfono celular,
comencé a reproducir la grabación del canto del Búho de Ojos Dorados con la
esperanza de obtener respuesta. Sin éxito decidí regresar al campamento. Poco a
poco, nos acercamos a la fogata para comer y conversar. Luego salí otra vez en
busca del huidizo búho. El reloj marcaba las ocho y veinticinco de una noche estrellada
y silenciosa. Decidí realizar los mismos recorridos de la búsqueda anterior
esperando quince minutos en cada lugar donde reproducía el sonido del canto del
búho desde mi teléfono celular.
Avanzaba la noche, hacía frío, la temperatura estaba a
diez grados centígrados. Vi de nuevo la hora, eran las nueve y treinta de la
noche. Un poco desilusionado decidí esperar los últimos quince minutos antes de
irme a dormir. De repente me pareció escuchar un canto similar al que durante
años había estado buscando. Había sido muy leve y apenas duró unas centésimas
de segundo. Pensé que no era real, que otra vez el búho cantaba sólo en el bosque
de mi memoria, donde vivía sin que yo lo pudiera ver; sin embargo, me acerqué
al lugar de donde imaginaba que provenía el canto. Guardé un silencio respetuoso
y por primera vez lo escuché: era un canto real, sin duda alguna era la
“canción” que durante tanto tiempo yo alucinaba escuchar.
Salí corriendo al campamento. Busqué a mi hermano Iván
y le dije “¡Lo escuché! ¡Tenés que ayudarme con la linterna!". Regresamos
al lugar. En ese momento lo más importante era fotografiarlo o hacer un video.
El canto era tenue y leve entre los gigantescos árboles. Durante varios minutos
intentamos avistarlo, pero fue imposible. Nos trasladamos a un lugar donde el
bosque era más bajo, y nuevamente reproduje su canto con el teléfono celular… unos
segundos después, lo escuchamos sobre nuestras cabezas.
Mi hermano Iván dirigió la luz de la linterna en
dirección del canto y por primera vez en nuestras vidas vimos su silueta entre las
ramas: las plumas claras de su pecho lo hacían notar perfectamente, al fin pude
ver sus enormes ojos dorados y sentí cuando nuestras miradas se encontraron
después de tantos años de buscarnos.
(Fotografía de Edwin Miranda, archivo)
(Fotografía de Edwin Miranda, archivo)
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