Cuando era niño escuchaba en la casa de mis abuelos muchas historias
sobre los salvadoreños. Nos unía una relación muy compleja, pero amorosa.
Mi
abuela Elvira Gonzáles era hija de un salvadoreño que cuando sintió que se
acercaba su muerte, regresó a morir a su país; ella jamás había ido a El
Salvador, pero hablaba con profunda nostalgia de esa tierra: había aprendido a
amarla en las palabras de su progenitor. Mi padre es uno de los soldados de la
Guardia de Honor Presidencial hondureña que combatió en Las Mataras en la
guerra entre Honduras y El Salvador.
Siendo niño le pregunté a mi padre qué sintió al estar en combate. Ese
hombre alto y rojo me vio: “Otro día platicamos de eso”, me dijo y se fue. Cuando
yo tenía 16 años mi padre me narró la batalla de Las Mataras. Lo hizo sin
dramatismo y con ese carácter pragmático que poseen algunos hombres y mujeres de
las tierras altas.
En la guerra de 1969 mi abuela rezó todos los días por su hijo
combatiente, por su familia en El Salvador, por esa otra orilla del paisaje que
ella miraba en las palabras vivas de su padre muerto, mi bisabuelo Luciano
Gonzales, y rezó por Honduras, la orilla del paisaje de aquí que le dio vida y
amor para que sus afectos florecieran en una gran familia. No había un Dios
para El Salvador y otro Dios para Honduras, era el mismo Dios y no le pidió
explicaciones, ni siquiera pidió entender el sufrimiento, solo resistirlo.
Una tarde de la década de 1990, dos hombres llegaron a la casona de la
abuela. Un cuadro de luz proveniente del postigo de la puerta principal caía en
medio de la sala. “Buenas tardes” dijo uno de los hombres. “Buenas tardes”
contestó mi abuela. El otro hombre preguntó: “¿Nos conoce?”. Mi abuela que
nunca fue a la escuela y no sabía cómo se escribía la palabra “flor”, pero que
sabía el idioma de todas las flores, sonrió mientras contestaba: “No los
conozco, pero sé bien quienes son”, y abrió la puerta, llamó a los hijos, a los
nietos y animaron el fuego, la sencillez de la casa vieja se volvió luminosa. Eran dos parientes salvadoreños que por un llamado antiguo
llegaron hasta Naranjito, Santa Bárbara, uno de los pueblos más escondidos en
Honduras a conocer el paisaje y la gente que extrañaban en las palabras del
bisabuelo que se había ido a morir a El Salvador. Después mi abuela fue a
conocer esa tierra que extrañaba tanto y fue feliz.
Cuando
escucho historias horribles de los sucesos del 69 me aferro a esta memoria para
comprender la dureza y el sufrimiento de muchas familias de Honduras y El
Salvador que por años cargan pérdidas irremediables a causa de la guerra.
He
derribado la sorda transparencia que muchos llaman frontera porque mi corazón y
mi mirada arden en un solo paisaje. He respirado el viento de los pinares en
Las Mataras como homenaje simple a la existencia para agradecer por mi
bisabuelo salvadoreño y por mi abuela hondureña que vivió 99 años y me formó en
el idioma de las cosas sencillas; también por mi padre que regresó a salvo a
casa.
Cuando
llegan estos días de julio muchas personas se lanzan como zopilotes sobre el
cadáver de la guerra para nutrirlo con ignorancia y resentimiento, pero los
habitantes humildes que no reconocen fronteras, en cambio, custodian la
historia de la paz, la cordialidad y la alegría de ser una sola familia que
vive en un mismo paisaje.
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