El poeta hondureño Samuel Trigueros ha publicado en España su séptimo libro de poesía bajo el título “Una canción lejana” con Imperium Ediciones.
El libro
consta de treinta y seis poemas y es acompañado por una introducción de Leonel
Alvarado, un escritor y académico hondureño que reside en Nueva Zelanda.
Samuel
Trigueros salió al exilio hace unos años debido a que su vida y la de su
familia estaba en peligro por la violencia y la persecución política. Ha tenido
en el extranjero un tiempo muy duro, sin embargo, en medio de la necesidad y
con grandes sacrificios se mantiene activo como escritor y gestor cultural.
Aunque
la muerte ha cruzado los parajes de sus libros y haya tenido que enfrentarla
para desenmascarar a quienes dan la orden superior, no habíamos leído un libro de
Trigueros donde la muerte es un centro del que parten y desembocan cada uno de
los poemas. “Una canción lejana” se mueve entre las resonancias subterráneas y
la luz de los días; posee un yo poético mutilado (un eco) que, bajo las raíces
de las plantas, nos muestra la existencia, sin juzgar, sin condenar su
transcurso disperso cuyo fin es la única tierra común del futuro: la nada,
porque “ninguna belleza es inmortal”, una filosa sentencia probatoria que “nuestras
vidas son la prueba excelsa del caos”.
Este
libro se conecta con “Antología de Spoon River” de Edgar Lee Master, en el
sentido de la evocación de “La Colina” como una arista meta poética, pues
Trigueros no edifica su libro en el Ubi sunt (¿Dónde están?) el recurso
de interrogación retórica que da fuerza elegiaca, sino que nos hunde en una
afirmación Hie ego sum (estoy aquí); no hay
una efervescencia a granel del humor negro de Lee Master, esa primera semilla
del realismo sucio, todo lo contrario, en “Una canción lejana” hay una
revelación bizarra que parte de un monologo interior, no de un muerto, sino de
la conciencia de la voz poética parca y neutra, que no elogia atributos, ni
condena defectos, ni apela a la moral, a la pena o a la pureza, sólo cumple con
dispersarse, volverse eco y triunfa cuando se convierte en vacío.
Samuel
Trigueros ausculta el interior de quienes siguen vivos (“Siempre hay algo que se está
apagando”) y de los muertos (“el frágil esqueleto de la
eternidad”), ironiza sobre nuestros
tesoros humanos: ego, deseo, la sabiduría, la satisfacción. Todo termina, pero al
hablar emergen ciertas verdades obscenas, otras inútiles o poderosas, y otras,
insignificantes pero aterradoras en esa tierra sin regreso donde “solo la sed
sigue hasta el fin” como el poema “Cine mudo” en el que se alean recursos narrativos
y sarcasmo para recrear una noche de cine de los muertos donde se repiten las
imágenes inútiles de sus vidas, una cruel parodia del mito de Sísifo.
Esta poesía arde entre dos universos: la vida y la muerte; no hay dualidad sino unidad porque ambos se reinventan, es decir, los ecos de la voz poética bajo la tierra inventan un mundo lleno de luz sobre la hierba donde el jinete se cree amo del viento, la flor ilumina el instante que unos ojos ven y que dueños se creen de un instante y de la belleza que quizá es el gran simulacro de la caída o el señuelo de la esperanza.
(Fotografía de Samuel Trigueros por el fotografo español Manuel Fernández Minaya)
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
No importa quién seas en el mundo.
Nuestras vidas son la prueba excelsa del caos:
los fragmentos de un espejo roto.
Las aristas imperfectas nos recuerdan
el ardor de las heridas,
pero hay algo sereno
en ese dejarse ir con la corriente
que arrastra los seres y las cosas.
La luz gira
y se concentra en un punto solitario.
Luego la sombra se ilumina.
Arriba están las amapolas,
los huesos del corcel, la hierba,
el olmo y las lágrimas.
Todo ilusorio instante,
la hoguera en que se desvanecen las imágenes,
el enjambre de cristales rotos,
acabarán siendo un astro fulgurante
dentro
del turbio corazón de la colina.
A TRAVÉS DEL VELO TERRESTRE
Un niño borra la lección
y
crea en la pizarra
unas
nubes de invierno.
Leemos
en ellas lo que antes
pareció
encaminarse hacia la luz
y
ahora yace en tierra insana.
Aquí
estamos todos,
quietos
al fin,
sin
los pretéritos afanes,
sin
poder ver los corazones apagados
a
través del velo terrestre.
Ya
nada es parte de nuestra voluntad.
La
hierba crece
sin
que necesitemos
hacer
nada más que alimentarla
con
el silencio en que nos deshacemos
adentro
de
quienes ayer cantaban con nosotros.
Crear
o destruir, se fue de nuestras manos.
No
hay naves, no hay caminos.
no
hay cambios de estación,
ni
amor ni odio.
La
sabiduría no crece ni la estupidez mengua.
Nada
muda.
Aquí
es donde estamos
los
que hemos desaparecido.
El
viento quiere lamer nuestras heridas,
esas
raíces de polvo que persisten
como
una red inútil de la sombra.
Tenemos
larvas por tesoro
en
los pulmones aplastados
y
el viento no lo sabe.
Después
de la tormenta
queda
en el cielo una magnificencia de cobalto.
En
vano intentamos recordar
(en
la quietud que queda)
esa vieja lección
que un niño borró de la
pizarra.
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